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¿Dónde está rodado? ¿Qué lugar es ese?”, pregunta siempre un espectador tras la proyección de
Sub Terrae, de Nayra Sanz, después de que las luces se hayan encendido de nuevo. Casi de manera instintiva, el deseo de que ese lugar que convoca el infierno en la Tierra se encuentre muy lejos impulsa a la pregunta inmediata. Nayra no ha podido venir y su ausencia hace que esta última pieza de la sesión continúe resonando, de manera fantasmagórica, mientras los otros autores se sitúan frente al escenario para responder a las inquietudes de los asistentes. David Pantaleón se sabe preparado para lo que pueda ocurrir: es consciente de que su
Becerro pintado genera incomodidades en aquellas personas especialmente sensibles al trato animal en la pantalla. El realizador está cansado de explicar que no conoce a personas que traten mejor a los animales que los que viven de ello, pero en el fondo agradece estas discrepancias; es su modo de entender el cine, ese arte capaz de remover lo más visceral que hay en uno y poner en común ese sentimiento de rebeldía que parece despertar en quien asiste a este cortometraje, atravesado por el aliento épico de una travesía capaz de convocar el mito, la tradición, la magia y la religión.
Pantaleón cae en la cuenta de que todos han filmado a sus mayores: él mismo sigue los andares de
José el flaco, un ganadero de Valleseco, o a los participantes del rancho de las ánimas que filma al mismo tiempo con afecto y fascinación, mientras que
Zac73Dragon (el nuevo
nickname de un incorruptible cineasta de La Palma) ha recogido, en
Desayuno con pastillas, los primeros momentos del día con sus padres en una tierna escena donde éstos ponen en orden los medicamentos que deben tomarse. De una manera similar, Domingo J. González se plantea los límites de la verdad en el cine con su pieza
28 de agosto, que recoge una sobremesa familiar a través del teléfono móvil, y Miguel G. Morales observa a un anciano que aún trabaja en un
pozo negro hasta que, sin esperarlo, el hombre lanza al aire su frustración frente al mundo moderno y al fin de su propia época en un emotivo momento, contenido por la elegancia del cineasta a la hora de acercarse a sus protagonistas. De algún modo, Macu Machín aglutinaba la poética de ambas miradas en
El mar inmóvil, la de los pensamientos del anciano ante su propia tierra y también la de una épica en la forma de poner en pantalla las salinas que remite a un territorio eterno y sin nombre. Atravesada por la poesía, la pieza de Macu parece el vínculo perfecto entre tradición y modernidad, entre poesía y documento histórico, ayudada por una puesta en escena de encuadres milimétricos pero sin renunciar nunca a que sea la emoción la que conduzca el relato.
Si hay que hablar de documento histórico como parte importante de un cine que construya identidades, entonces conviene reivindicar
Las postales de Roberto, de Dailo Barco, como una de las primeras piezas clave de esta nueva época para el cine canario. La historia de un joven (el propio Dailo) que encuentra unos rollos de celuloide en la Filmoteca y acaba conociendo a la figura que rodó aquellas imágenes, no es puramente anecdótica: Dailo se ha encontrado a Roberto Rodríguez, un cineasta esencial para la historia del cine en La Palma, y el documental se convierte en un homenaje y en una reivindicación absoluta de su obra, como si el trabajo del joven cineasta viniera a desempolvar décadas de silencio y olvido de una historia que ha corrido el riesgo de extraviarse. La pasión de Dailo y la implicación de
Digital 104 en el proyecto han generado más que un documental de vocación divulgativa: se trata de una pieza que recupera parte de nuestra memoria, que pone el foco en la importancia de la conservación de ese patrimonio y que se permite, además, un profundo vínculo emocional con el personaje al que intenta retratar. Termina la proyección de la película y Dailo pide unos segundos de respiro antes de contestar a las preguntas; el poso afectivo del autor con esta obra parece inevitable. Todas las reacciones posibles han sido convocadas: para algunos, la presencia del propio cineasta en la película limita la aparición de lo espontáneo en el relato; para otros su intervención es lo que da sentido a esta historia que, en el fondo, habla sobre cómo el cine puede cambiar, rescatar, recuperar la historia. Del mismo modo que hace el propio Dailo Barco en su cortometraje
Archipiélago fantasma, construido únicamente con imágenes de
El ladrón de guantes blancos (Romualdo García de Paredes, José González Rivero, 1926), el cine puede hablar de esa historia que no se cuenta, que se oculta, que está a punto de ser borrada de la memoria. La jornada de
MiradasDoc en torno al cine canario estaba entre la emoción y la conquista de todo aquello que ha permanecido olvidado.
Crítico en la revista Caimán, Cuadernos de Cine, máster en Crítica Cinematográfica por la ECAM, colaborador en la Revista Magnolia y creador de La Butaca Azul, web que propone itinerarios y sugerencias a través del cine contemporáneo. Titulado en órgano moderno, composición y armonía, combina la actividad crítica con su trabajo como piano solista y compositor para medios audiovisuales, desde bandas sonoras para el cine hasta el mundo publicitario.