
Cualquier aficionado al cine que siga mínimamente el panorama audiovisual canario estará familiarizado con el proyecto Bentejuí, ese particular universo revisionista del director teldense Armando Ravelo. Después de los cortos “Ansite” y “Mah”, del largometraje “La tribu de las 7 islas” y de diversas obras de teatro, este ejercicio de recuperación y visibilización de la historia canaria en clave cinematográfica avanza cronológicamente para transportarnos hasta los oscuros años de la posguerra en Gran Canaria, en el cénit de la represión franquista.
Así, “La cueva de las mujeres” escapa de la ya conocida temática indigenista del director para centrarse en un contexto cronológicamente distinto, pero en el que se conservan constantes de obras anteriores como la reivindicación de la mujer, la visibilización de la injusticia secular vivida en las islas y el tratamiento de lo local en clave universal. Destacable es también como signo distintivo del proyecto Bentejuí en general, y de esta pieza en particular, la humanización de los personajes más allá de los maniqueísmos simplistas que basculan entre el buenismo y la demonización, a menudo frecuentes en la tan políticamente permeable ficción histórica.
Antes de entrar en un análisis pormenorizado de la cinta, diremos que esta es una pieza intensa, muy intensa. El guión hace muy pocas concesiones a la transición, la contemplación o el mero respiro, como si el director (que también escribe) quisiese transferir al espectador la sensación de ahogo, de opresión que sufren sus protagonistas, esas brujas canarias que pagan con atroz represión la custodia de un saber ancestral.
Técnicamente la película es impecable. Todos los aspectos de la producción están cuidados al detalle y se observan niveles de rigor histórico en el vestuario y el habla de los personajes que rayan en lo obsesivo. La inmersión ambiental es total y el director consigue que todos los elementos que contextualizan la trama se fundan armónicamente para crear una atmósfera históricamente coherente, algo elemental en la ficción histórica. Mención especial merece también la fotografía, sublime desde los primeros planos diurnos y muy bien resuelta en las muy presentes (y complicadas) escenas nocturnas, en las que se oscila entre la “luz sucia” de la época y los azules lunares de las zonas de penumbra. Por último, cabe señalar que la música, usada en un modo sutil y elegante, exhibe una gran limpieza melódica que acompaña perfectamente el desarrollo de la acción sin solaparla, incluso en sus momentos más elevados.
Construido con rigor prusiano el “teatro de operaciones”, Ravelo desata una historia que, in crescendo, nos transporta desde la bucólica escena de apertura hasta la agónica catarsis final. Vivida la experiencia (y esto lo digo porque hay películas que se ven y películas que “se viven”) da la sensación de que la historia que se cuenta quiere romper las barreras de su metraje, no tanto por la intensidad neta de todo el visionado, sino por la cantidad de posibles aristas que se podrían haber explorado. Si bien queda patente el interés del director por preservar cierto misterio en torno a las brujas y más bien mostrarnos las razones por las que un colectivo de mujeres podría congregarse alrededor de un “aquelarre” (y las inevitables consecuencias de ello), se echa en falta un mayor desarrollo visual de la liturgia, de los rituales, de los usos y costumbres de esas mujeres en su estricto papel de brujas. Por otro lado, es también justo decir que los momentos en que esto se ilustra de manera visual y no expositiva son intachables y ofrecen algunos de los mejores planos de la cinta.
Y es precisamente este virtuosismo visual el que caracteriza el aspecto formal de la pieza en términos generales. El director, que evidencia maneras clásicas y dominio de la ortodoxia cinematográfica, se sirve de abundantes planos cortos para mantener el perfil emocional alto de la historia, e hilvana las diferentes escenas con precisión casi quirúrgica. La máxima expresión de esta meticulosidad formal la constituye la escena de “gato y ratón” protagonizada por Elena, la señora de la casa y su sirvienta, con un uso absolutamente magistral del trasfoco y la perspectiva. También la escena final en la plaza, resuelta en parte en modo secuencial con movimientos de cámara casi propios del cine de acción, pone de manifiesto la habilidad del director para poner la forma al servicio de la historia.
Y si bien el tratamiento de la forma se caracteriza por una eficiencia romana, no se puede decir lo mismo del apartado interpretativo, que si muestra algunas fisuras que afortunadamente no ponen en jaque la historia. Por un lado tenemos el impecable trabajo de Sigrid Ojel (Sagrario) y Toni Baez, que en su papel de tiránico marido y guardia civil fascista evoca de forma casi inevitable al célebre “Capitán Vidal” de “El laberinto del fauno”. Ambos actores ofrecen interpretaciones de raza y bien dirigidas que aseguran la solidez de la historia y la buscada intensidad emocional, asumiendo sin complejos el rol mayor que les toca. También es reseñable el personaje de Brígida, magistralmente interpretado por Romina Vives, actriz que sabe estar a la altura de la soberbia caracterización y que nos regala uno de los grandes “solos” de la película.
Por contra, en el plano secundario no podemos dejar de evidenciar algunas sombras: Por un lado encontramos la discreta aportación de Abián de la Cruz en su personaje de Paco, algo plano y desdibujado por momentos a pesar de no ser un personaje especialmente complejo; y por otro, el que consideramos el verdadero punto negro del aspecto actoral y seguramente de toda la cinta: el personaje de la altiva Elena, al que la actriz Amanda Fuentes no consigue dotar de credibilidad, rozando en ocasiones la impostura. En cualquier caso, insistimos en que estas fisuras interpretativas no llegan a comprometer una historia que cuenta mucho en menos de media hora y que evidencia un enorme espíritu divulgativo y un respeto pavoroso por la historia.
Queda también claro que Armando Ravelo es un director que posee un gran espíritu cinemático y una habilidad natural para construir momentos memorables (la cinta está jalonada por ellos). Muchos de estos momentos se construyen desde el culto a la emoción sin complejos, desde las concesiones al corazón (o a la tripa) en un tiempo en el que parece que solo el cinismo y el desdén son depositarios de la inteligencia. La honestidad del director consigo mismo es palpable y exige un visionado activo por parte del espectador, al que Ravelo da las necesarias herramientas para aproximarse a su visión.
Volviendo al universo de Guillermo del Toro, decía recientemente el director mejicano que “la emoción es el nuevo punk”. Y “La Cueva de las mujeres” es punk, muy punk, por no decir heavy metal en muchos compases de la cinta.

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Especialista en Didáctica de las lenguas modernas y Semiótica del lenguaje, se divide entre la docencia y la realización de cine amateur, con puntuales incursiones en la crítica cinematográfica. Autor de la antología de relatos cortos «Placeres textuales» (2013), basa la mayor parte de sus trabajos actuales en una aproximación al cine desde la literatura, así como a la integración del séptimo arte en la enseñanza generalista con un enfoque estrictamente competencial. Apasionado de los deportes de resistencia, se rebela ante el mito de lo espontáneo y concibe las expresiones culturales como resultado de la acumulación de vivencias y aprendizajes que dotan de fondo a la propia obra.