David Pantaleón: el amor antes que lo material

“Pasaremos por Los canarios, la zona más al sur de los lugares en los que filmamos, seguiremos a través de los molinos de Costa Calma y recorreremos toda la isla hasta llegar a Majanicho”, afirma Sebastián Álvarez, productor de Hombres de Leche, el largometraje dirigido por David Pantaleón con el respaldo de Volcano Films como productora al frente del proyecto. “Hace siete años que soñamos con esto y en estas semanas nos descubrimos convirtiendo aquellas incertidumbres en realidades”, confiesa el realizador, que se estrena en el universo del largometraje con este relato en torno a la enemistad de dos hermanos. Fuerteventura como escenario de una road movie, como marco natural en el que contemplar el conflicto y la reconciliación entre unos personajes que deberán atravesar la isla para entregar un rebaño de cabras obligados por una herencia familiar. Puede que, en muchos sentidos, no haya existido película más majorera que esta. “El amor siempre debe estar por encima de los bienes materiales”, defiende Pantaleón, poniendo sobre la mesa el afecto, la familia, y el conflicto material como los temas que afrontará su primera película. La película se inicia en el terrero de lucha de Tefía, pueblo perteneciente al municipio de Puerto del Rosario, representando una subasta que tiene lugar en medio de una tumultuosa feria de ganado. Es la segunda de cuatro semanas de rodaje y puede que también sea el día más abrumador del proyecto, con todos los extras que han acudido del propio pueblo y los alrededores para participar como público durante la puja. Cris Noda, la directora de fotografía de la película, termina de componer el plano y busca al director con la mirada: el relato está casi por entero planteado desde el plano general y eso convierte el trabajo de composición del encuadre en un elemento aún más fundamental que de costumbre. Oscar Santamaría, ayudante de dirección y auténtico motor del ritmo del rodaje, coloca a los últimos participantes que actuarán como público, sentados alrededor del terrero. Leonor Díaz, la directora de arte del filme y habitual colaboradora de Chema García Ibarra, otro cortometrajista esencial para entender el panorama cinematográfico nacional del presente, se acerca a uno de los hombres que pueblan las gradas del terrero y pone en sus manos un colorido paquete de pipas: siente que algo falta en el conjunto y cree que aquel detalle terminará por equilibrar las cosas. Todo se mueve en un delicado equilibrio, con el murmullo de las gradas que empieza a acusar el sol implacable de la llegada del mediodía. Pantaleón atiende a los medios y se lanza a revisar lo que ha ocurrido en su ausencia: se encuentra por fin con la mirada de Cris Noda, Óscar Santamaría alza el pulgar para indicarle que los intérpretes están colocados, el cineasta observa la grada y se sonríe, y el gesto vuelve a desaparecer, consciente de que es el rodaje más multitudinario al que ha tenido que enfrentarse hasta el día de hoy. El ayudante de dirección toma el micrófono y da las últimas instrucciones a través de los altavoces, da paso al cineasta que ofrece unas palabras de agradecimiento y motivación para todos y finalmente ceden la palabra a quien ha de manejar el micro durante toda la jornada, el actor Luifer Rodríguez, auténtico emblema interpretativo de las islas, que hoy encarna al maestro de ceremonias de aquella feria ficticia. Sobre el papel la idea parece propia del gran guiñol que Pantaleón ama poner en escena, parece propia de una caricatura capaz de condensar en ella las grandes contradicciones del mundo, con sus avaricias y con el dinero como bandera, pero en el hermoso y entrañable escenario de Tefía todo se vuelve más real, más concreto. Aparece el macho cabrío que ha de servir como elemento de conflicto entre los dos hermanos protagonistas, y de repente la película se encuentra ante ellos, simbolizada en ese animal que parece reconocer, con un gesto de desconfianza, la abrumadora dimensión del rodaje. Y entonces Luifer Rodríguez toma la palabra y comienza a escenificar la subasta, una que en realidad no existe, una en la que nadie está pujando realmente. Todo ocurre en su cabeza, y lo que en principio parece una ensoñación aleatoria se va concretando hasta volverse parte del texto original. El calor continúa y el enérgico esfuerzo que debe hacer el actor en cada toma, repitiendo y reviviendo la emoción de la subasta, se incrementan conforme todo parece más claro, más definido. Y ahora cambiemos el plano, y ahora centrémonos en los dos hermanos, situados en terrenos diferentes del terrero, elevando continuamente la puja que ha hecho el otro, buscándose entre la gente, lanzándose una mirada desafiante. Entonces Pantaleón se acerca a Luifer Rodríguez para marcarle nuevas decisiones durante la puja que cambian el ritmo habitual, y surgen emociones genuinas entre el público, el aliento de la sorpresa, lo inesperado, la belleza de aquello que no se puede prever ni controlar, ni planificar. Los dos actores enfrentados son en realidad hermanos mayores del cineasta, lo que convierte el relato de ficción en algo más cercano para él, servido de un contexto desde el que poder trabajar desde una cierta verdad, desde un cierto tono afectivo que le impida perder el norte hacia esas divertidas ocurrencias tan habituales en los cortometrajes del autor. La jornada está a punto de terminar, ya solo queda una breve secuencia en el exterior, donde uno de los trabajadores intentará subir el animal al camión tras haber ganado la puja, no sin ciertas dificultades. Pero antes de desalojar esa feria que han creado los propios miembros del pueblo, de repente un dron se alza en lo alto, se escuchan sus hélices, Óscar Santamaría pide que nadie mire hacia el cielo. Van a filmar todo desde el cielo, a una distancia que hace palidecer a los planos generales sobre los que la película parece estar fundamentada. No es la primera vez que el cineasta va a utilizar este recurso: se ha desvelado como una de sus señas de identidad desde que irrumpiese con fuerza como elemento narrativo fundamental en El becerro pintado (2017), convirtiéndose en una de sus nuevas y más socorridas herramientas. Es la era de los planos con dron sin motivo aparente, sin motivación narrativa, solo por el puro deseo de incluirlos porque tenemos la tecnología en nuestras manos. Primero llegan los nuevos juguetes, y solo con el tiempo aprendemos a utilizarlos. Pero en el autor de Perro rojo (2009), conocido por sustraer elementos antes que ceder a cualquier tentación de incluirlos, una decisión así no es gratuita. De algún modo, el plano cenital sobre el terrero invita a pensar en que algo o alguien observa desde lo alto, quizás un tercer personaje. Pero eso aún no lo sabemos.