
Todo tiene un antes y un después de la covid-19. Tras tres años desde el anuncio de la pandemia, he vuelto a pisar las salas del Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria (FICLPGC) en su ya veintidós edición. Sin embargo, ni las salas son las mismas, ni la ciudad que se pisa. Ciertamente, he de confesar que las butacas de los Cinesa El Muelle (actual sede de proyección del Festival) no presenta los latidos a 24 fotogramas por segundo que gozaba el Multicines Monopol. De la misma manera, por mucha vida que se respire en la Playa de las Canteras, nada es comparable con el aire romántico que se vive en la etérea ciudad de Las Palmas de Triana y Vegueta. Y sin duda, la última gran pérdida que uno siente es la sustitución del Teatro Pérez Galdós por el Edificio Miller. Me descubro como un nostálgico de aquellos cortos años.
Sin embargo, si bien el espacio no infla los pulmones de la misma forma, las películas, que es lo verdaderamente importante de un festival, siguen dando aliento a las necesidades de un público cada vez más hambriento y carente de cine, de este cine, durante el resto del año. Bien lo explicó el director del Festival, Luis Miranda, quien en la gala de apertura, reclamó la recuperación pronta de un espacio de exhibición permanente de cine en versión original y con una programación que acerque al público de Las Palmas de Gran Canaria a otras miradas distintas a las que presentan las salas comerciales. Así, la actual edición del Festival, responde a este hambre con una programación de alrededor de 120 películas; una cantidad tan asombrosa como inasumible en una semana para cualquier persona.
Luis Miranda reclamó la recuperación pronta de un espacio de exhibición permanente de cine en versión original
La pregunta que se me planteó entonces fue la misma que la de hace unos años: ¿no sería buena idea que el Festival repartiera parte de la programación de sus secciones paralelas durante el resto del año? No sé si sería posible cambiar el calendario de esta forma, o si tendría la respuesta deseable, pero me imagino un espacio público, como el TEA en Tenerife, programando cada semana un cine distinto, en este caso, tras la mirada particular del festival grancanario. Puede que no sea la solución ideal a la muerte de Los Monopol, pero quizá sí un refuerzo a la programación que ya se practica desde el Aula de Cine de Las Palmas de Gran Canaria o a través de los ciclos de la Asociación de Cine Vértigo. Como fuera, la realidad es otra, y el primer viernes de la 22 edición del Festival me estrené con su Canarias Cinema.

Diez de la mañana. Sala 9 de los Cinesa El Muelle. “Yo tenía un vida”, de Octavio Guerra abrió el festival con un documental observacional que se acerca a Jesús Mira, un ciudadano sin techo que sobrevive en la ciudad de Valencia buscando su autonomía, primero en su centro de acogida y luego a través de sus propios medios. La película, de marcado tono social, nos descubre el círculo vicioso en el que pueden quedar atrapadas personas como Jesús. La cinta muestra, sobre todo, los límites a los que llega el trabajo social y la administración. El ejercicio de observación, seguimiento y montaje posterior permiten a Guerra trazar un relato sincero, con ritmo, y desgarre en ciertas escenas. En un momento de la película, Jesús, que se siente atrapado en su centro de acogida, sin posibilidad de evolucionar, habla con su trabajador social para reclamar más autonomía, otras posibilidades laborales… La respuesta que recibe es inmovilista, como quieta es su mirada durante más de un minuto de plano donde se pierde en un ahogado silencio que precede una pregunta: “¿Solo queda ese camino?”.
Por su parte, la película argentina de coproducción franco-española, “Matadero” -la productora canaria El Viaje Films trabaja en el proyecto- traza, a partir de la dirección de Santiago Fillol una historia metalingüística que pretende hablar de una Argentina que en la década de los 70 del siglo XX enfrenta una situación de precariedad económica, social y de libertad, una Argentina que degüella a su ciudadanía rebelde como a cabezas de res. Sin embargo, aunque la película puede leerse en su totalidad como una gran metáfora social, la historia parece querer gozar de mayor interés del que realmente tiene. Al espectador se le invita a conocer la verdad sobre una película nunca vista, sobre un monstruo cinematográfico manchado por muertos, y sin embargo, lo que se muestra en pantalla no sobrecoge, pese a que el artificio se plantea de manera acertada con fuera de planos y un trabajo técnico sobresaliente, tanto en el sonido de Sofía Straface como en la fotografía de Mauro Herce.

De Argentina di un salto hacia Corea del Sur con la última película de Hong Sang-soo, quien no solo firma la dirección, sino el guion, la fotografía, el montaje, la música, el sonido, la producción, y…. “Walk up” explora la psicología de su personaje principal, un aclamado director de cine que enfrenta su madurez con dificultades para producir su última película, y que pronto se muestra como una persona corriente, con miedos, manías y aspectos reprochables (o no) de su personalidad. Para ello, Sang-soo fija la cámara en varias escenas de planos abiertos que recogen las conversaciones espontáneas que los distintos personajes mantienen a lo largo de algunos meses. En un primer momento resultan ridículas, repetitivas, carentes de interés e incluso incómodas; se nota que existe una barrera entre lo que se dice y lo que verdaderamente piensan cada uno de ellos. Sin embargo, a medida que avanza el metraje, los personajes ganan confianza entre sí, el espacio se convierte incluso en hogar, y sus personalidades se muestran distintas. La pregunta que plantea la pregunta al inicio dirige rápidamente la mirada del espectador: ¿quiénes somos realmente, la persona que se muestra en la calle, o la que vive en el interior del hogar?
El reencuentro con el Festival finalizó con su acto de apertura, presentado por la actriz barcelonesa Anna Castillo y la proyección con música en directo de “Cœur fidèle”, dirigida en Francia por el realizador polaco Jean Epstein en 1923. La película, que cumple cien años, fue un grato descubrimiento, no por la línea narrativa (sencilla, tradicional y evidente), sino por el juego lingüístico que presenta la cinta en su inteligente uso del montaje. Seis años antes de “El hombre de la cámara” (Dziga Vértov, 1929) o cuatro de “Amanecer” (F.W. Murnau, 1927), la película de Epstein pone en pantalla importantes usos de los fundidos y las sobreimpresiones, la construcción de pequeñas metáforas visuales, y un conocimiento maduro del aparato fílmico. La propuesta quizá fue algo atrevida para una sesión de apertura, pero en general, el público pareció conectar con la historia trágica de Marie, una huérfana obligada a casarse con Petit Paul, el joven más temido del barrio, pese a que su corazón corresponde al hombre que la ama, Jean. Tras la película, la noche invitaba a celebrar el cine en el propio Miller o algunos bares cercanos, pero la añoranza de los ratos en la Cervecería Ca’Jonas o los paseos nocturnos por Triana me condujeron directo al hotel para guardar los ojos hasta la mañana siguiente.

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En 2011 creó la web sobre cine Esencia Cine (que ya extinguió sus servicios). Acompaña su actividad docente como profesor de Lengua Castellana y Literatura con el periodismo cinematográfico y la investigación sobre distintas cuestiones relacionadas con el audiovisual canario. Desde 2017 dirige Alisios. Revista del audiovisual canario.